Crónica por: Franco Valencia
En Colombia abunda el color y la naturaleza, incluso en los lugares más habitados y las urbanizaciones más grises el verde de las montañas y los frutos exóticos sirven como un adorno excelente al caos de las ciudades.
Hablar de las plazas de mercado es una oda al verde de los campos en la ciudad, de la cultura y la gastronomía de los pueblos, esos que se han reivindicado con el paso del tiempo y que las plazas tradicionales los hacen sentir tan cercanos a nosotros de muchas formas, siendo la gastronomía lo más recordado de las mismas.
En las plazas, comer siempre va a ser una experiencia memorable pues todo lo que se pueda probar va a tener ese sabor a hogar y esa alegría con la que sazonan en las cocinas, lo comprobé en un sabroso trabajo de inmersión que fue desde el desayuno hasta las oncesitas de las cuatro que me hicieron recordar a mis vacaciones en Fusa fregando con mis primos y probando los masivos almuerzos que hacía la nana, ya en el cielo, doña Miriam.
Este viaje comenzó con la plaza de la Perseverancia, un lugar que tenía ese aroma a trabajo y pueblo lleno de gente sencilla que sólo quería salir adelante, me había antojado de un caldo de costilla desde el día que me dijeron “Franco hace la crónica”. Y me di el gustico donde doña Gladys.
– ¿A cuanto el caldito de costilla veci?
– 4,500 mijo.
– Deme uno seño.
No les voy a mentir, cuando escuché el precio abrí los ojos y quedé colgando jeta, más cuando el caldo llegó (después de unos tres minutos) vi que era bastante, que la papa estaba suavecita al igual que la carne y que el calor que emanaba me hacía sonreírle al frio que fregaba desde las 6 de la mañana. Y ni hablar del sabor, quedé suspirando de amor luego de la primera cucharada, en el caldo se sentía el alma y los más de treinta años de experiencia de doña Gladys, la carne le había quedado hecha un arte, una costilla suave que llenaba de sabor todo a su alrededor, “eso le da fuerza pa’ que crezca mijo”, me decía mi abuela desde arriba, y sí que tenía razón porque a pesar de no haber crecido tanto haberme tomado la sopita ese día me dejó listo para el rodaje de ese día.
Lo único feo de desayunar a las seis de la mañana es que hay que esperar al menos seis horas hasta mediodía o por grave hasta las tres para almorzar y no descuadrar el reloj biológico, pero si es en una plaza de mercado la espera vale toda la pena, no solo por los precios sino por la cantidad y la calidad. La hora del almuerzo es lo más grande de estos sitios y desaprovecharla debería ser condenable.
El hambre llamaba, 12:30 y estábamos empezando una entrevista, 12:40 y nos tocó mover todo el equipo y reanudar a las 12:45, pasaron las 12:50 y mi conciencia ya estaba en modo Ramadán. 1 p.m., “Muchas gracias veci” y a recoger equipos porque cuando convoca la comida yo soy leal a su llamado.
Cogimos una mesa donde no hiciese tanto frío y como su servidor tenía prioridad por escribir lo que están leyendo, me fui a darle una vuelta preguntando platos y precios, estaba feliz por estar allá y aún más cuando me picó la curiosidad y se me antojó un estofado de cerdo, plato que sólo había escuchado en las caricaturas y que desde siempre había querido probar.
– Mira chamo, el estofado es a 7,500
– Uh… Vale.
Mientras Daniel, uno que trabajaba en un puesto que no logré identificar me hablaba del plato, yo lo pensaba igual, en mi cabeza esa palabra se refería a una especie de sopa de frijoles pero sin picante y con nabos, qué equivocado estaba, se trataba de tiras de cerdo bien freídas acompañadas por arroz, papa y vegetales, todo muy colombiano como me lo describió el venezolano mientras no le paraba bolas, hasta lo europeo sabía a tinto, pero eso sí, malo no estaba, para nada.
Cuando le di el primer bocado sabía que era calidad, un cerdo suave por dentro y crocante por fuera, el arroz blanco estaba exquisito, tenía ese sabor como de abuela cocinando después de un largo día en el colegio, además de eso me di el lujo de probar los platos de todos, lo de la crónica no lo negociaba por nada y le metí la cuchara no solo al estofado sino a una bandeja paisa que daba fuerzas para seguir, a un caldo de pescado lleno de sabor pacífico y a un peto dulce magistral que me hizo sonreír mucho, además tenía canela, un detalle de fina coquetería a sabiendas de que soy muy fan de la canela.
Acabado el almuerzo me seguía sintiendo algo vacío, esa media horita que grabamos la tenía que compensar en alimento, estuve pensándolo: si no iba a clase podía ir a comerme unos tacos a Paloquemao, al fin y al cabo no era tan lejos y desde la sala de redacción me tenían antojado. Todos me abrieron los ojos y al unísono me la cantaron:
– ¡¿Usted quedó con hambre?! -. Tenían razón, los platos eran grandes, pero yo nací con hambre.
– Rela, hay tiempo, no he fallado a clases y es por nosotros -. Creo que ese fue el mejor argumento que he dado en años.
Llegué a Paloquemao en menos de una hora, todo es destino, en donde los tacos estaba vacío, el destino me seguía sonriendo.
Pedí una promoción de tres tacos por 10 mil pesitos, se demoraron unos 5 minutos en salir y servirlos era todo un espectáculo, Joaquín, el chef, hacía malabares con la carne para servirla, la voleaba de arriba abajo, le daba vueltas al cuchillo y lanzaba un trocito de piña para acabar el show. Y los tacos eran mejores que la rutina de la cocina, la carne estaba acompañada de pico de gallo y un ají que botaba fuego pero que te mandaba a México apenas le dabas un mordisco, y todo contrastaba con los trocitos de la fruta, que, con la cebollita y el tomate empapados de picante rojo, hacían que al final de cada bocado la boca quedara con un saborcito a piña que alimentaba al alma y me demostraba que esa fruta que tanto odiaba podía combinar con el condimento que he amado toda mi vida, el ají.